sábado, 21 de diciembre de 2013

LA CARTONERA (Marlene Dornemann)


SI RETROCEDER PUDIERA (Marlene Dornemann)


TODAS ÍBAMOS A SER REINAS (Gabriela Mistral)

Todas íbamos a ser reinas,
de cuatro reinos sobre el mar:
Rosalía con Efigenia
y Lucila con Soledad.

En el valle de Elqui, ceñido
de cien montañas o de más,
que como ofrendas o tributos
arden en rojo y azafrán.

Lo decíamos embriagadas,
y lo tuvimos por verdad,
que seríamos todas reinas
y llegaríamos al mar.

Con las trenzas de los siete años,
y batas claras de percal,
persiguiendo tordos huidos
en la sombra del higueral.

De los cuatro reinos, decíamos,
indudables como el Korán,
que por grandes y por cabales
alcanzarían hasta el mar.

Cuatro esposos desposarían,
por el tiempo de desposar,
y eran reyes y cantadores
como David, rey de Judá.

Y de ser grandes nuestros reinos,
ellos tendrían, sin faltar,
mares verdes, mares de algas,
y el ave loca del faisán.

Y de tener todos los frutos,
árbol de leche; árbol del pan,
el guayacán no cortaríamos
ni morderíamos metal.

Todas íbamos a ser reinas,
y de verídico reinar;
pero ninguna ha sido reina
ni en Arauco ni en Copán...

Rosalía besó marino
ya desposado con el mar,
y al besador, en las Guaitecas,
se lo comió la tempestad.

Soledad crió siete hermanos
y su sangre dejó en su pan,
y sus ojos quedaron negros
de no haber visto nunca el mar.

En las viñas de Montegrande,
con su puro seno candeal,
mece los hijos de otras reinas
y los suyos nunca-jamás.

Efigenia cruzó extranjero
en las rutas, y sin hablar,
le siguió, sin saberle nombre,
porque el hombre parece el mar.

Y Lucila, que hablaba a río,
a montaña y cañaveral,
en las lunas de la locura
recibió reino de verdad.

En las nubes contó diez hijos
y en los salares su reinar,
en los ríos ha visto esposos
y su manto en la tempestad.

Pero en el valle de Elqui, donde
son cien montañas o son más,
cantan las otras que vinieron
y las que vienen cantarán:

"En la tierra seremos reinas,
y de verídico reinar,
y siendo grandes nuestros reinos,
llegaremos todas al mar."

BALADA (Gabriela Mistral)


Él pasó con otra; 
yo le vi pasar. 
Siempre dulce el viento 
y el camino en paz. 
¡Y estos ojos míseros 
le vieron pasar! 

Él va amando a otra 
por la tierra en flor. 
Ha abierto el espino; 
pasa una canción. 
¡Y él va amando a otra 
por la tierra en flor! 

El besó a la otra 
a orillas del mar; 
resbaló en las olas 
la luna de azahar. 
¡Y no untó mi sangre 
la extensión del mar! 

El irá con otra 
por la eternidad. 
Habrá cielos dulces. 
(Dios quiera callar.) 
¡Y él irá con otra 
por la eternidad!

DAME LA MANO (Gabriela Mistral)




Dame la mano y danzaremos; 
dame la mano y me amarás. 
Como una sola flor seremos, 
como una flor, y nada más... 

El mismo verso cantaremos, 
al mismo paso bailarás. 
Como una espiga ondularemos, 
como una espiga, y nada más. 

Te llamas Rosa y yo Esperanza; 
pero tu nombre olvidarás, 
porque seremos una danza 
en la colina y nada más...

EL HIMNO COTIDIANO (Gabriela Mistral)


En este nuevo día 
que me concedes ¡Oh Señor!
dame mi parte de alegría
y haz que consiga ser mejor.

Dame Tú el don de la salud,
la fe, el ardor, la intrepidez,
séquito de la juventud;
y la cosecha de verdad,
la reflexión, la sensatez,
séquito de la ancianidad.

Dichoso yo si, al fin del día,
un odio menos llevo en mí;
si una luz más mis pasos guía
y si un error más yo extinguí.

Y si por la rudeza mía 
nadie sus lágrimas vertió,
y si alguien tuvo la alegría 
que mi ternura le ofreció.

Que cada tumbo en el sendero
me vaya haciendo conocer
cada pedrusco traicionero
que mi ojo ruin no supo ver.

Y más potente me incorporé,
sin protestar, sin blasfemar.
Y mi ilusión la senda dore,
y mi ilusión me la haga amar.

Que dé la suma de bondad,
de actividades y de amor
que a cada ser se manda dar:
suma de esencias a la flor
y de albas nubes a la mar.

Y que, por fin, mi siglo engreído
en su grandeza material,
no me deslumbre hasta el olvido
de que soy barro y soy mortal.

Ame a los seres este día;
a todo trance halle a luz.
Ame mi gozo y mi agonía:
¡ame la prueba de mi cruz!

LA DONCELLA GUERRERA (Autor anónimo)


-Pregonadas son las guerras
de Francia con Aragón,
¡cómo las haré yo, triste,
viejo y cano, pecador!
¡No reventarás, condesa,
por medio del corazón,
que me diste siete hijas,
y entre ellas ningún varón!

Allí habló la más chiquita,
en razones la mayor:
- No maldigáis a mi madre,
que a la guerra me iré yo;
me daréis las vuestras armas,
vuestro caballo trotón.

- Conoceránte en los pechos,
que asoman bajo el jubón.
- Yo los apretaré, padre,
al par de mi corazón.
- Tienes las manos muy blancas,
hija, no son de varón.
- Yo les quitaré los guantes
para que las queme el sol.
- Conoceránte en los ojos,
que otros más lindos no son.
- Yo los revolveré, padre,
como si fuera un traidor.

Al despedirse de todos,
Se le olvida lo mejor:
- ¿Cómo me he de llamar, padre?
- Don Martín el de Aragón.
- Y para entrar en las cortes,
padre, ¿cómo diré yo?
- Bésoos la mano, buen rey,
las cortes las guarde Dios.

Dos años anduvo en guerra
y nadie la conoció,
si no fué el hijo del rey
que en sus ojos se prendó.

- Herido vengo, mi madre,
de amores me muero yo;
los ojos de don Martín
son de mujer, de hombre no.

- Convídalo tú, mi hijo,
a las tiendas a feriar;
si don Martín es mujer,
las galas ha de mirar.
Don Martín, como discreto,
A mirar las armas va:
- ¡Qué rico puñal es éste,
para con moros pelear!

- Herido vengo, mi madre,
amores me han de matar;
los ojos de don Martín
roban el alma al mirar.
- Llevaráslo tú, hijo mío,
a la huerta a solazar;
si don Martín es mujer,
a los almendros irá.
Don Martín deja las flores;
Una vara va a cortar:
- ¡Oh, qué varita de fresno
para el caballo arrear!

- Hijo, arrójale al regazo
tus anillos al jugar:
si don Martín es varón,
las rodillas juntará;
pero si las separase,
por mujer se mostrará.
Don Martín, muy avisado,
Hubiéralas de juntar.

- Herido vengo, mi madre,
amores me han de matar;
los ojos de don Martín
nunca los puedo olvidar.
- Convídalo tú, mi hijo,
en los baños a nadar.

Todos se están desnudando;
Don Martín muy triste está:
- Cartas me fueron venidas,
cartas de grande pesar,
que se halla el conde mi padre
enfermo para finar.
Licencia le pido al rey 
Para irle a visitar.

- Don Martín, esa licencia
no te la quiero estorbar.
Ensilla el caballo blanco,
De un salto en él va a montar;
Por unas vegas arriba
Corre como un gavilán:

- ¡Adiós, adiós, el buen rey,
y tu palacio real;
que dos años te sirvió
una doncella leal!

Óyela el hijo del rey,
Tras ella va a cabalgar.

- Corre, corre, hijo del rey,
que no me habrás de alcanzar
hasta en casa de mi padre,
si quieres irme a buscar.

Campanitas de mi iglesia,
Ya os oigo repicar;
Puentecito, puentecito
Del río de mi lugar,
Una vez te pasé virgen,
Virgen te vuelvo a pasar.

Abra las puertas mi padre,
Ábralas de par en par.
Madre, sáqueme la rueca,
Que traigo ganas de hilar,
Que las armas y el caballo
Bien los supe manejar.

Tras ella el hijo del rey
A la puerta fue a llamar.

LA COMPUERTA NUMERO 12

Pablo se aferró instintivamente a las piernas de su padre. Zumbábanle los oídos y y el piso que huía debajo de sus pies le producía una extraña sensación de angustia. Creíase precipitado en aquel agujero cuya negra abertura había entrevisto al penetrar en la jaula, y sus grandes ojos miraban con espanto las lóbregas paredes del pozo en el que se hundían con vertiginosa rapidez. En aquel silencioso descenso sin trepidación ni más ruido que el del agua goteando sobre la techumbre de hierro las luces de las lámparas parecían prontas a extinguirse y a sus débiles destellos se delineaban vagamente en la penumbra las hendiduras y partes salientes de la roca: una serie interminable de negras sombras que volaban como saetas hacia lo alto.
Pasado un minuto, la velocidad disminuyó bruscamente, los pies asentáronse con más solidez en el piso fugitivo y el pesado armazón de hierro, con un áspero rechinar de goznes y de cadenas, quedó inmóvil a la entrada de la galería.
El viejo tomó de la mano al pequeño y juntos se internaron en el negro túnel. Eran de los primeros en llegar y el movimiento de la mina no empezaba aún. De la galería bastante alta para permitir al minero erguir su elevada talla, sólo se distinguía parte de la techumbre cruzada por gruesos maderos. Las paredes laterales permanecían invisibles en la oscuridad profunda que llenaba la vasta y lóbrega excavación.
A cuarenta metros del pique se detuvieron ante una especie de gruta excavada en la roca. Del techo agrietado, de color de hollín, colgaba un candil de hoja de lata cuyo macilento resplandor daba a la estancia la apariencia de una cripta enlutada y llena de sombras. En el fondo, sentado delante de una mesa, un hombre pequeño, ya entrado en años, hacía anotaciones en un enorme registro. Su negro traje hacía resaltar la palidez del rostro surcado por profundas arrugas. Al ruido de pasos levantó la cabeza y fijó una mirada interrogadora en el viejo minero, quien avanzó con timidez, diciendo con voz llena de sumisión y de respeto:
  • Señor, aquí traigo el chico.
 Los ojos penetrantes del capataz abarcaron de una ojeada el cuerpecillo endeble del muchacho. Sus delgados miembros y la infantil inconsciencia del moreno rostro en el que brillaban dos ojos muy abiertos como de medrosa bestezuela, lo impresionaron desfavorablemente, y su corazón endurecido por el espectáculo diario de tantas miserias, experimentó una piadosa sacudida a la vista de aquel pequeñuelo arrancado de sus juegos infantiles y condenado, como tantas infelices criaturas, a languidecer miserablemente en las humildes galerías, junto a las puertas de ventilación. Las duras líneas de su rostro se suavizaron y con fingida aspereza le dijo al viejo que muy inquieto por aquel examen fijaba en él una ansiosa mirada:
  • ¡Hombre! Este muchacho es todavía muy débil para el trabajo. ¿Es hijo tuyo?
  • Sí, señor.
  • Pues debías tener lástima de sus pocos años y antes de enterrarlo aquí enviarlo a la escuela por algún tiempo.
  • Señor -balbuceó la voz ruda del minero en la que vibraba un acento de dolorosa súplica-. Somos seis en casa y uno solo el que trabaja, Pablo cumplió ya los ocho años y debe ganar el pan que come y, como hijo de mineros, su oficio será el de sus mayores, que no tuvieron nunca otra escuela que la mina.
Su voz opaca y temblorosa se extinguió repentinamente en un acceso de tos, pero sus ojos húmedos imploraban con tal insistencia, que el capataz vencido por aquel mudo ruego llevó a sus labios un silbato y arrancó de él un sonido agudo que repercutió a lo lejos en la desierta galería. Oyose un rumor de pasos precipitados y una oscura silueta se dibujó en el hueco de la puerta.
  • Juan -exclamó el hombrecillo, dirigiéndose al recién llegado- lleva este chico a la compuerta número doce, reemplazará al hijo de José, el carretillero, aplastado ayer por la corrida.
Y volviéndose bruscamente hacia el viejo, que empezaba a murmurar una frase de agradecimiento, díjole con tono duro y severo:
  • He visto que en la última semana no has alcanzado a los cinco cajones que es el mínimum diario que se exige a cada barretero. No olvides que si esto sucede otra vez, será preciso darte de baja para que ocupe tu sitio otro más activo.
Y haciendo con la diestra un ademán enérgico, lo despidió.
Los tres se marcharon silenciosos y el rumor de sus pisadas fue alejándose poco a poco en la oscura galería. Caminaban entre dos hileras de rieles cuyas traviesas hundidas en el suelo fangoso trataban de evitar alargando o acortando el paso, guiándose por los gruesos clavos que sujetaban las barras de acero. El guía, un hombre joven aún, iba delante y más atrás con el pequeño Pablo de la mano seguía el viejo con la barba sumida en el pecho, hondamente preocupado. Las palabras del capataz y la amenaza en ellas contenida habían llenado de angustia su corazón. Desde algún tiempo su decadencia era visible para todos; cada día se acercaba más el fatal lindero que una vez traspasado convierte al obrero viejo en un trasto inútil dentro de la mina. El balde desde el amanecer hasta la noche durante catorce horas mortales, revolviéndose como un reptil en la estrecha labor, atacaba la hulla furiosamente, encarnizándose contra el filón inagotable, que tantas generaciones de forzados como él arañaban sin cesar en las entrañas de la tierra.
Pero aquella lucha tenaz y sin tregua convertía muy pronto en viejos decrépitos a los más jóvenes y vigorosos. Allí en la lóbrega madriguera húmeda y estrecha, encorvábanse las espaldas y aflojábanse los músculos y, como el potro resabiado que se estremece tembloroso a la vista de la vara, los viejos mineros cada mañana sentían tiritar sus carnes al contacto de la vena. Pero el hambre es aguijón más eficaz que el látigo y la espuela, y reanudaban taciturnos la tarea agobiadora, y la veta entera acribillada por mil partes por aquella carcoma humana, vibraba sutilmente, desmoronándose pedazo a pedazo, mordida por el diente cuadrangular del pico, como la arenisca de la ribera a los embates del mar.
La súbita detención del guía arrancó al viejo de sus tristes cavilaciones. Una puerta les cerraba el camino en aquella dirección, y en el suelo arrimado a la pared había un bulto pequeño cuyos contornos se destacaban confusamente heridos por las luces vacilantes de las lámparas: era un niño de diez años acurrucado en un hueco de la muralla.
Con los codos en las rodillas y el pálido rostro entre las manos enflaquecidas, mudo e inmóvil, pareció no percibir a los obreros que traspusieron el umbral y lo dejaron de nuevo sumido en la obscuridad. Sus ojos abiertos, sin expresión, estaban fijos obstinadamente hacia arriba, absortos tal vez, en la contemplación de un panorama imaginario que, como el miraje del desierto, atraía sus pupilas sedientas de luz, húmedas por la nostalgia del lejano resplandor del día.
Encargado del manejo de esa puerta, pasaba las horas interminables de su encierro sumergido en un ensimismamiento doloroso, abrumado por aquella lápida enorme que abogó para siempre en él la inquieta y grácil movilidad de la infancia, cuyos sufrimientos dejan en el alma que los comprende una amargura infinita y un sentimiento de execración acerbo por el egoísmo y la cobardía humanos.
Los dos hombres y el niño después de caminar algún tiempo por un estrecho corredor, desembocaron en una alta galería de arrastre de cuya techumbre caía una lluvia continua de gruesas gotas de agua. Un ruido sordo y lejano, como si un martillo gigantesco golpease sobre sus cabezas la armadura del planeta, escuchábase a intervalos. Aquel rumor, cuyo origen Pablo no acertaba a explicarse, era el choque de las olas en las rompientes de la costa. Anduvieron aún un corto trecho y se encontraron por fin delante de la compuerta número doce.
  • Aquí es -dijo el guía, deteniéndose junto a la hoja de tablas que giraba sujeta a un marco de madera incrustado en una roca.
Las tinieblas eran tan espesas que las rojizas luces de las lámparas, sujetas a las viseras de las gorras de cuero, apenas dejaban entrever aquel obstáculo.
Pablo, que no se explicaba ese alto repentino, contemplaba silencioso a sus acompañantes, quienes, después de cambiar entre sí algunas palabras breves y rápidas, se pusieron a enseñarle con jovialidad y empeño el manejo de la compuerta. El rapaz, siguiendo sus indicaciones, la abrió y cerró repetidas veces, desvaneciendo la incertidumbre del padre que temía que las fuerzas de su hijo no bastasen para aquel trabajo.
El viejo manifestó su contento, pasando la callosa mano por la inculta cabellera de su primogénito, quien hasta allí no había demostrado cansancio ni inquietud. Su juvenil imaginación impresionada por aquel espectáculo nuevo y desconocido se hallaba aturdida, desorientada. Parecíale a veces que estaba en un cuarto a oscuras y creía ver a cada instante abrirse una ventana y entrar por ella los brillantes rayos del sol., y aunque su inexperto corazoncito no experimentaba ya la angustia que le asaltó en el pozo de bajada, aquellos mimos y caricias a que no estaba acostumbrado despertaron su desconfianza.
Una luz brilló a lo lejos en la galería y luego se oyó el chirrido de las ruedas sobre la vía, mientras un trote pesado y rápido hacía retumbar el suelo.
  • ¡Es la corrida! -exclamaron a un tiempo los dos hombres.
  • Pronto, Pablo -dijo el viejo-, a ver cómo cumples tu obligación.
El pequeño con los puños apretados apoyó su diminuto cuerpo contra la hoja que cedió lentamente hasta tocar la pared. Apenas efectuada esta operación, un caballo oscuro, sudoroso y jadeante, cruzó rápido delante de ellos, arrastrando un pesado tren cargado de mineral.
Los obreros se miraron satisfechos. El novato era ya un portero experimentado, y el viejo, inclinando su alta estatura, empezó a hablarle zalameramente: él no era ya un chicuelo, como los que quedaban allá arriba que lloran por nada y están siempre cogidos de las faldas de las mujeres, sino un hombre, un valiente, nada menos que un obrero, es decir, un camarada a quien había que tratar como tal. Y en breves frases le dio a entender que les era forzoso dejarlo solo; pero que no tuviese miedo, pues había en la mina muchísimos otros de su edad, desempeñando el mismo trabajo; que él estaba cerca y vendría a verlo de cuando en cuando, y una vez terminada la faena regresarían juntos a casa.
Pablo oía aquello con espanto creciente y por toda respuesta se cogió con ambas manos de la blusa del minero. Hasta entonces no se había dado cuenta exacta de lo que se exigía de él. El giro inesperado que tomaba lo que creyó un simple paseo, le produjo un miedo cerval, y dominado por un deseo vehementísimo de abandonar aquel sitio, de ver a su madre y a sus hermanos y de encontrarse otra vez a la claridad del día, sólo contestaba a las afectuosas razones de su padre con un "¡vamos!" quejumbroso y lleno de miedo. Ni promesas ni amenazas lo convencían, y el "¡vamos, padre!", brotaba de sus labios cada vez más dolorido y apremiante.
Una violenta contrariedad se pintó en el rostro del viejo minero; pero al ver aquellos ojos llenos de lágrimas, desolados y suplicantes, levantados hacia él, su naciente cólera se trocó en una piedad infinita: ¡era todavía tan débil y pequeño! Y el amor paternal adormecido en lo íntimo de su ser recobró de súbito su fuerza avasalladora.
El recuerdo de su vida, de esos cuarenta años de trabajos y sufrimientos, se presentó de repente a su imaginación, y con honda congoja comprobó que de aquella labor inmensa sólo le restaba un cuerpo exhausto que tal vez muy pronto arrojarían de la mina como un estorbo, y al pensar que idéntico destino aguardaba a la triste criatura, le acometió de improviso un deseo imperioso de disputar su presa a ese monstruo insaciable, que arrancaba del regazo de las madres los hijos apenas crecidos para convertirlos en esos parias, cuyas espaldas reciben con el mismo estoicismo el golpe brutal del amo y las caricias de la roca en las inclinadas galerías.
Pero aquel sentimiento de rebelión que empezaba a germinar en él se extinguió repentinamente ante el recuerdo de su pobre hogar y de los seres hambrientos y desnudos de los que era el único sostén, y su vieja experiencia le demostró lo insensato de su quimera. La mina no soltaba nunca al que había cogido, y como eslabones nuevos que se sustituyen a los viejos y gastados de una cadena sin fin, allí abajo los hijos sucedían a los padres, y en el hondo pozo el subir y bajar de aquella marca viviente no se interrumpiría jamás. Los pequeñuelos respirando el aire emponzoñado de la mina crecían raquíticos, débiles, paliduchos, pero había que resignarse, pues para eso habían nacido.
Y con resuelto ademán el viejo desenrolló de su cintura una cuerda delgada y fuerte y a pesar de la resistencia y súplicas del niño lo ató con ella por mitad del cuerpo y aseguró, en seguida, la otra extremidad en un grueso perno incrustado en la roca. Trozos de cordel adheridos a aquel hierro indicaban que no era la primera vez que prestaba un servicio semejante.
La criatura medio muerta de terror lanzaba gritos penetrantes de pavorosa angustia, y hubo que emplear la violencia para arrancarla de entre las piernas del padre, a las que se había asido con todas sus fuerzas. Sus ruegos y clamores llenaban la galería, sin que la tierna víctima, más desdichada que el bíblico Isaac, oyese una voz amiga que detuviera el brazo paternal armado contra su propia carne, por el crimen y la iniquidad de los hombres.
Sus voces llamando al viejo que se alejaba tenían acentos tan desgarradores, tan hondos y vibrantes, que el infeliz padre sintió de nuevo flaquear su resolución. Mas, aquel desfallecimiento sólo duró un instante, y tapándose los oídos para no escuchar aquellos gritos que le atenaceaban las entrañas, apresuró la marcha apartándose de aquel sitio. Antes de abandonar la galería, se detuvo un instante, y escuchó: una vocecilla tenue como un soplo clamaba allá muy lejos, debilitada por la distancia:
  • ¡Madre! ¡Madre!
 Entonces echó a correr como un loco, acosado por el doliente vagido, y no se detuvo sino cuando se halló delante de la vena, a la vista de la cual su dolor se convirtió de pronto en furiosa ira y, empuñando el mango del pico, la atacó rabiosamente. En el duro bloque caían los golpes como espesa granizada sobre sonoros cristales, y el diente de acero se hundía en aquella masa negra y brillante, arrancando trozos enormes que se amontonaban entre las piernas del obrero, mientras un polvo espeso cubría como un velo la vacilante luz de la lámpara.
Las cortantes aristas del carbón volaban con fuerza, hiriéndole el rostro, el cuello y el pecho desnudo. Hilos de sangre mezclábanse al copioso sudor que inundaba su cuerpo, que penetraba como una cuña en la brecha abierta, ensanchándose con el afán del presidiario que horada el muro que lo oprime; pero sin la esperanza que alienta y fortalece al prisionero: hallar al fin de la jornada una vida nueva, llena de sol, de aire y de libertad.

Lillo, Baldomero. (1904). Subterra.

EL ROTO QUE ENGAÑÓ AL DIABLO (Leyenda chilena)

Obedecía al nombre de Bartolo Lara, era uno de esos rotos a quienes la vida no les importa un rábano. Vivió elegremente muchos años, pero un día su mirada se detuvo en los ojos pardos y adormilados de la Peta, la hija de ñor Pablo Palacios, el mayordomo.
Sintió Bartolo una extraña conmoción, un estremecimiento desconocido. Se dijo para sí: "Ha de ser el penetro de la cordillera".Pero por primera vez tuvo la necesidad de verse en el espejo de la fonda; no conocía su facha miserable. Su inconcebible traje era una superposición de harapos, sus pies negros se estrechaban dentro de unas ojotas infelices, y hasta su sombrero ostentaba muchas lindas roturas.
"La verdad es -pensó- que parezco choclo asao, ¿Cómo habré podío presentarme delante de las personas? Soy resinvergüenza". Y después de un rato -ya camino de la choza- pensó en voz alta: Si yo me arreglara no sería naíta pior. ¿Y por qué no me arreglo, ah? Sería custión de unos cuantos riales… Esto iba diciendo cuando su amigo Guata Cayúa le gritó:
  • Oye, Bartolooo, los llegó la de Dios. Tengo una cuarta e chicha de Aconcagua que llega a saltar el ojo, ¿m'escuchaste? 
  • Con tu amigo, gallo -respondió Bartolo, y corrió hacia el pajar.
Se emborrachó, peleó y alborotó. Y cuando se retiró a su rancho, el más miserable de Tango, fue cantando:
  • En la carrera de amorel qu'es pobre atrás se quea; cómo es posible que alcancesi a las ancas no lo llevan.
En un sendero que conducía a su cabaña, se volvió a encontrar con los ojos pardos, acariciantes, adormilados, de la Peta Palacios. A pesar de su borrachera, se sintió traspasado de vergüenza y procuró disimular. En realidad, estaba trastornado. Desde aquel instante, los ojos pardos adormilados fueron su obsesión; los veía en todas partes. Lo miraban desde la sombra de la noche, desde las estrellas… Se introdujeron en sus sueños y en sus puesías. Era una especie de embrujamiento.Bartolo Lara dejó de beber, se sujetó, como dicen por esas tierras.
  • Cómo te va, cabro -le dijo un día el Bandurria-; hace mucho tiempo que no se te ve. Andái rechatre, parecís hijito de rico agora; te habís puesto bien desengáñame con tiempo. 
  • Así es -respondió Bartolo, sin hacer cuestión, y pasó.
Sus amigos que eran los más estrafalarios de la aldea, decían con dolor:
  • Este ñato está endiablao. Un gallo tan chute no puee ser güen cristiano.
Y le tenían lástima. La parte seria del pueblo -que habían notado el cambio, y que sabía que Bartolo era un güen pión- lo encontraba bien. Algunos lo saludaban. Un día Bartolo se sintió con valor para acercarse a la Peta, que lo seguía embrujando con el sortilegio pardo de sus ojos buenos y también con su sonrisa cariñosa y prometedora, y le habló: Le dijo que ella era todo en su vida, que era su vida misma, que para él no había más mundo que ella… En suma, le espetó el viejo discurso que empezó en el paraíso y que tantas versiones originales tiene… La Peta se ruborízó, inclinó la frente y escapó espantada. Pero una hora más tarde estaba de nuevo en el camino del atolondrado Bartolo Lara. "Las mujeres son como las perdices -pensó Bartolo Lara-. Se vuelan tres veces y después se pescan a mano".Y siguiendo tras ella le repitió una vez más sus penas y sus esperanzas, sin encontrar más respuesta que una sonrisa y otra escapada. Pero un día que la pilló sin perros, se dijo: "Ya pasó el tercer güelo, aquí no peco". Al efecto, la tomó y la estrujó entre sus brazos cubriéndola de besos. Fueron felices varios días; pero cuando don Pablo, el presunto suegro, se impuso, le bajó una azotaina feroz a su hija -superior según él pa esas enfermedades del chape-, y para completar su obra echó a Bartolo de la hacienda, por los delitos de ser pordiosero, borracho, tahur, sinvergüenza y sin respeto.Ningún argumento pudo convencerlo. Entonces Bartolo, desesperado, buscó de nuevo a sus amigos, gastó sus ahorros, empeñó su traje y volvió a sus deshonrosos harapos. Cuando se vio solo, abandonado, sin una esperanza, perdido en el centro de un dolor vergonzoso, se encaminó a la montaña. Estaba ofendido, humillado, quería encontrar la manera de deslumbrar a su suegro con su poder. Deseaba encontrar una mina, tener un caballo corredor que no perdiera nunca, una baraja que se despintara a voluntad…, pero nada encontró. ¿Cómo había de encontrar? "Y si llamara al diablo", pensó. Y después de un rato: "Me condenaría, sin reclamo… Y que tanto será condenarse… Yo me condeno sin asco, si así tengo a mi ñata". Se fue directamente a un cerro alto donde decían que había una cueva de brujos que tenía correspondencia con la de Salamanca… Temblando de pies a cabeza y cubierto de sudor, hizo la llamada. (Esperaba que no vendría…) Pero de pronto sintió como el estruendo que precede a los terremotos, luego una luz como un gran relámpago, enceguecedor, magnifico, rodeado de una nube de azufre, y en el centro, a su diabólica majestad… con sus bigotes retorcidos, su aguda pera, sus grandes cachos y su rabo ahorquillado. El mismo diablo que tantas veces viera pintado en las imágenes. Bartolo estaba tan asustado que no supo escapar. El diablo se reía con carcajadas que hacían temblar la montaña.
  • Qui'hubo, ñato -le dijo-, ¿no me llamaste pa hablar conmigo? ¿Por qué querís apretar agora? -Como se ve, el diablo era criollo-. Miren la laya de hombre que es el roto más entallado e Tango… No sirve ni pa'l cuero.
Al oír la ofensa, Bartolo reaccionó.
  • No te tengo mieo, gallo, pero es que esas no son maneras de presentarse. 
  • Caa uno tiene su moo de apiarse, pues, ñato. Güeno, ¿qué se te ofrece? 
  • Quiero que me dis cien pesos por mi alma. 
  • Chi…, ¿tás malo e la cabeza? Tu alma no vale ni medio chico. Vos tás condenado, Bartolo, sos roto muy malo, mirá… 
  • No s'ensarte, ñor diablo, mire que yo puedo cambiar. ¿Qué me cuesta ponerme recatólico, ir a misa, besar los ladrillos, comerme un saco de hostias y sacarle el cuerpo a las barajas y a la baya? Déme cien pesos… Aprovecha, qu'estoy rializando. Es muy barato. 
  • Te los voy a dar. ¿No pedís más? 
  • No, eñor. Pa lo que hay que ver, con un ojo sobra. 
  • ¿Y cuanto te vengo a llevar? No le pongái mucho plazo, mira qu'estoy cabriao. 
  • Ya'stá al uso e los agencieros, ya. ¡Lléveme hoy mesmo, eñor, ya'sta! 
  • ¡Cómo se te ocurre! Hoy no puee ser. 
  • Lléveme mañana, entonces. 
  • ¿Mañana? Ya varea. Güeno, hay que hacer una escritura. 
  • Ya. Hagámosla en puesía, que diga así: Bartolo Lara,como te había de llevar hoy, te llevo mañana. 
  • ¿Qué le va hallando? 
  • No 'sta na e pior.
Con sangre del dedo del corazón de Bartolo se firmó la cédula y el diablo se alejó satisfecho de su buen negocio.Bartolo se cacharpeó de nuevo, hizo un regalo a su novia y convidó a todo el pueblo. En aquella época cien pesos eran mucho dinero en una aldea como Tango. Al día siguiente, volvió al sitio del pacto. Puntual llegó el diablo y le pegó un chiflío.
  • Qui'hubo, Bartolooo… 
  • Me alegro de verte, cumpa. 
  • Sabrás que te vengo a uscar. Te tengo una pieza arreglá en el infierno. 
  • Me viene a uscar, ¿y por qué? 
  • ¿Sabe que me gusta? ¿No te acordáis del pacto? 
  • Claro que me acuerdo. Pero no es hoy cuando tienes que llevarme. Es mañana. 
  • ¿Cómo mañana? ¿Me querís hacer chupe? 
  • Chi…, lo que falta agora es que lo engañe. Usté se cree qu'el diablo soy yo… Pero esto es fácil de cortarlo. Veamos l'escriturita. Lea lo que dice. ¿Ve?
Bartolo Lara,como te había de llevar hoy,te llevo mañana.
  • Tenís razón… Es mañana. 
  • Déjame otros cien pesos pa que no pierda el viaje, siempre le salgo barato.
Como el diablo no es tacaño, le dejó cien pesos y se fue. Bartolo repitió la hazaña al día anterior, admirando a todo el mundo. Esperó de nuevo al diablo, y una vez más le mostró que el plazo espiraba al día siguiente. La escritura que él estaba dispuesto a cumplir era clara:
  • Bartolo Lara,como te había de llevar hoy,te llevo mañana.
A la cuarta vez el diablo se dio cuenta. Furioso le gritó:
  • Me hiciste leso, roto facineroso. Esto me pasa por meterme con estos rotos sin educación. 
  • Por tantas pieiras que hay en el río - repuso Bartolo, con sorna. 
  • Toma tu cédula, no quiero oír hablar más de vos, roto apestoso; el infierno es pa las personas bien criás. -Y reventó como cohete…
Así termina la historia del roto que engañó al diablo. Y agrega que aunque la mujer es más difícil de manejar que el mismo diablo, Bartolo supo avenirse muy bien con su adorada Peta, la de los ojos pardos y adormilados y de la sonrisa buena.

Perez, Floridor. (1992). Mitos y Leyendas de Chile.

DOÑA SANTITOS (Marta Brunet)

Y no hubo más comentarios y me olvidé de doña Santitos.
A la semana apareció otra vez en su vehículo colonial, transfigurada, con un rebozo a grandes cuadros, un pañuelo rojo en la cabeza, la sonrisa tajeándole la cara y los ojos en baile de gozo. Detrás venía el muchacho con un canasto con verduras, un pato y un ramo de cóguiles. Había mejorado y aquello era su presente de gratitud.
Me quedé estupefacta. La vieja hablaba manoteando. Me hacía sopesar el pato, estimar las hojas prietas de un repollo, admirar los granos del maíz, oliscar los cóguiles que reventaban de maduros. Hablaba, hablaba, hablaba. De ella, de mí, de Saldaña, de su alivio, de mi saber, de su alegría, de mi bondad, de su agradecimiento, de Saldaña. ¿Quién sería Saldaña?
Era una taravilla. Pregunté, interrumpiéndola:

  • ¿Pero ya no siente el bulto?
  • No, iñorita. Es como si me l'hubieran quitao con la mano. Y hay que ver los años que llevaba fregándome, con permiso de su mercé y disculpas por la palabra. ¿No es cierto, Saldaña?

El muchacho dio un gruñido que bien podía ser sí o no. Parecía un perrazo nuevo, grande, desmañado, con una cabeza enorme y ojos buenos de lealtad y cariño.

  • ¿Saldaña es su hijo?
  • M'hijo... ¡Bah, iñorita! Las cosas... Saldaña es mi marío.
Abrí los ojos abismados. Pero...

  • Sí -prosiguió la vieja-, es mi marío, es decir, casaos no estamos, ni falta qui'hace. Vivimos así no más, ya van pa' los tres años. Es sobrino de uno de mis finaos, del tercero, porque con Saldaña hey tenío cuatro maríos; es sobrino y muy güeno; de los cuatro es el que mi'ha salío mejor.

El muchacho la miraba sonriendo, sin nada en la expresión que no fuera cariño. Y la vieja -más y más locuazmente confiada- siguió diciéndome en voz baja:

  • Güeno, con el primero me casé por too lo que hay que casarse, y viera cómo me salió el condenao... Estaba seguro de qu'hiciera lo qu'hiciera, siempre sería mi marío, amparao por la ley y por l'iglesia. Su mercé sabrá que tengo una hijuelita que vale sus pesos. Por na no la embargaron pa' pagar lo que debía. Me abandonaba. Se iba pa'l pueblo a remoler. Se curaba. Me trataba pior que a perro. Hasta que al cabo se murió. Entonces jui yo y me'ije: "No, pues, Santos, no habís de ser más lesa. No te volvai a casar. Si querís otro hombre, vivís así no más con él. Hombre necesitas, pa' que cuide l'hijuela más que no sea, pero tenelo así, con el interés de ser agradoso pa' gozar de tu bienestar y con el susto de que como no es tu marío, el día que te canse lo echái puerta ajuera". Y así lo hice. Viví con otro que era bastante güeno, pero no tanto como Saldaña. A los cuantos años se enredó con una china de Quilquilco. Yo lo supe y l'ije que enredos no, y que se juera. Se jué. No supe más d'él. Después viví con don Saldaña, un poco porfiao y otro poco aficionao al trago. Pero en fin: trabajador y honrao. Murió de una lipidia. Lástima que l'iñorita no l'hubiera visto pa' que me l'hubiera mejorao. Pero más vale que no, porque así di con Saldaña, éste de agora, qu'es tan güenazo, tan trabajaor, y que me aprecea tanto. ¡Je!
  • ¿Y no tiene miedo de que, siendo como es mucho más joven que usted, se le enrede por ahí con alguna chiquilla?
  • ¡Je! Pior pa'él. Si s'enreda con alguna lo echo. Pior pa'él, güelvo a repetirlo, ya que con naiden tendrá la vía más descansá que conmigo.
  • Pero entonces quiere decir que si vive con usted es sólo por interés.
  • Y yo lo tengo tamién por el interés de que me cuide l'hijuela y me cuide a mí. Estamos pagaos.
  • ¿Y usted qué dice, Saldaña?
  • ¿Yo? -y dio otro gruñido de perro, ininteligible.
  • Mire, iñorita... -Se interrumpió doña Santitos para decir al muchacho-: Saldaña, anda esperarme en la reja -y luego continuó diciéndome misteriosamente-: Favor por favor: su mercé me mejoró de mi gurto. Yo le voy a dar a su mercé el secreto pa' ser feliz. Es mi verdá aprendía en tantos años de tantas euperiencias. A los hombres, pa' tenerlos seguros, hay qui'agarrarlos por el mieo a encontrarse cualquier día sin mujer. No hay que icirles nunca sí ni no. Hay que icirles siempre quizá. Créame, iñorita: la mujer que no tiene al hombre sobresaltao'e recelos, está perdía. Créame, se lo igo yo, que por decir una vez sí estuve cinco años penando, y por decir quizá hey pasao el resto de mi vía muy contenta.

Seguía mirándola abismada. Debía de hacer una figura tontamente ridícula, con un pato que aleteaba en una mano, un ramo de cóguiles en la otra, las verduras en ringla a los pies.
Pero la vieja había terminado sus confidencias y me hablaba otra vez de su enfermedad, de su mejoría; me daba las gracias manoteando, se despedía y al fin se marchaba. El muchacho se le juntó en la reja del parque y siguieron hasta la carreta: adelante ella, con el bastoncito tembloroso que parecía decir: quizá; atrás, él, sumisamente, en la duda.

Brunet, Marta. (1962). Doña Santitos. Reloj de sol. Obras completas de Marta Brunet. Santiago, Zig-Zag.

DIEZ NEGRITOS (Agatha Christie)

Actualmente el doctor Armstrong era el médico de moda. No tenía un minuto para él. Todos sus días estaban ocupados. Así, en esta deliciosa mañana de agosto, se divertía dejando Londres para ir a pasar algunos días en una isla situada en la ribera del Devon.
No eran exactamente unas vacaciones. La carta que recibió estaba redactada en términos excesivamente vagos, pero nada de vago tenía el cheque que la acompañaba. ¡Unos honorarios fabulosos! Dedicidamente esos Owen nadaban en oro. El marido, al parecer, se atormentaba a causa de la salud de su esposa y quería saber a qué atenerse respecto a la naturaleza de la enfermedad sin que mistress Owen concibiese ninguna alarma. Ella rehusaba ser visitada por un médico... Sus nervios...
¡Los nervios! El médico levantó las cejas. ¡Las mujeres y sus nervios! Al fin y al cabo, desde el punto de vista comercial, él cometería una tontería si las compadeciera. La mitad de las mujeres que iban a consultarle no sufrían otra enfermedad que el aburrimiento..., ¡pero cómo decírselo! Se puede siempre achacar a cualquier otra cosa.
Un estado ligeramente anormal, debido a (aquí una larga palabra científica), nada de importancia, pero es preciso remediarlo. Un tratamiento de los más sencillos.




Christie, Agatha. (1939). Los diez negritos. Editorial Planeta, Barcelona, España. Pág. 16